Pasar y pisar


Mi tía miraba por la ventanilla, y preguntó: Este señor que canta, ¿Quién es? ¡Menudo vozarrón tiene!. Mi hermano le contestó: es una mujer, se llama Mercedes Sosa.
…¡Ah! ¿Es una comunista?
Es una cantante…

La conversación se zanjó ahí, mi hermano no quería, ni tenía que explicar nada más y mi tía, prefería no escucharlo. Íbamos camino al mejor pueblo del mundo, Agaete, a merendar en casa de la suegra de mi hermano, que además de encantadora, hacía un queque buenísimo. Mi madre y mi tía, eran hermanas, sólo porque compartían libro de familia y nunca se separaban, porque física, mental e ideológicamente, eran dos seres extraños y completamente distintos. Mercedes Sosa, no era la misma persona para las dos.

En esa cinta, había grabado un concierto en directo en Buenos Aires del que me enamoré con siete años y no podía parar de escuchar canciones como, La Arenosa, Los Hermanos o Como la Cigarra, todo ello con el esfuerzo de localizarlas en un cassette. Me hice adicta a Mercedes, como a Silvio, a Sabina, a Rubén Blades o Héctor Lavoe, adicta e incomprendida, porque yo tenía edad de escuchar Xuxa.

Más de veinte años después, una amiga me llamó, yo estaba ejerciendo y alguien necesitaba la ayuda de una abogada. Cuando entró en mi despacho, sólo tuve que mirarle una vez para darme cuenta de que era, el tipo de persona, que me encanta. Venía caminando, con su mochila y yo, mientras le escuchaba, tenía ganas de darle un abrazo o cogerle las manos, cosa que terminé por hacer.

Cuando empezó a explicar, por qué venía, se me erizó el cuerpo, como siempre ocurre, cuando una causalidad llega a mí. Era alguien tan cercano a Mercedes Sosa, que estaba junto a su cama, cuando murió. Obviamente, dejamos de hablar de nosotros y nos centramos en ella. Cada vez que venía a pagar mis honorarios, me traía cosas y discos de Mercedes. Me prestó un libro, con una cariñosa dedicatoria, que en su momento, ella le puso. En el último pago, vino abatido porque su padre acababa de morir, quise devolverle el libro, pero no lo cogió, se había dado cuenta, de cómo su padre se apagaba y marchaba, mientras todo lo material quedaba aquí, “No quiero cosas materiales Carla, quiero que lo tengas tu, para que me recuerdes”

Borges, explicaba la pena del amor de mucha gente a las cosas, porque las cosas no saben que existimos, las personas sí. Por eso, nunca le olvido, le escribo, como hago con todo el mundo, siempre que le recuerdo. Le escribí hace poco, mientras caminaba por la orilla de la playa escuchando a Mercedes y le mandé una foto del mar, que deslumbra del diazo que hacía. Le escribí sólo para que sepa que no le olvido y que “La Negra” siempre me recuerda, nuestras conversaciones.

No puedo quedarme con una sola canción, pero llevo tanto tiempo apagándome, con la presión inducida externamente, de que no soy capaz de algunas cosas, olvidando que, sin ser de de allí, yo también sé “pasar y pisar”. Últimamente, he tarareado muchas veces, una canción de ese concierto, se llama Fuego en Anymaná:

Dicen que yo, de solo estar, fui apagándome,
como la luz lenta y azul de un atardecer.
Piensan que estoy, secando al sol, de la soledad,
que por estar en mi raíz, ya no crezco más.
Es que yo soy, esa que soy, la misma nomás,
mujer que va, buscándose en la eternidad.
Si es por saber de dónde soy, soy de Anymaná.

Para mi amigo B. por acercarme aún más a Mercedes y vernos siempre, con fascinación mutua, muy por encima de las cosas y del libro de honorarios. Siendo siempre personas y nunca cosas.


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